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ISSN 1989-4163

NUMERO 03 - JUNIO 2009

 

Elsa Pataky

David Torres

(Fragmento del libro “Bellas y Bestias”, Editorial Sloper)

Hermosa, lustrosa, apetitosa son adjetivos que inmediatamente acuden a la lengua cuando se mira a esta beldad núbil que parece escapada de una égloga de Garcilaso. Con oveja y todo. Sin embargo, su estampa pastoril no logra ocultar cierto desasosiego, cierta cualidad inquietante que baña todo el conjunto.

¿Los ojos, por ejemplo, de qué color son? Unas veces son verdes, otras azul aguamarina, otras brillan con los grises translúcidos del aire. La pastorcilla ¿es mala o es buena? ¿Sostiene a la ovejita en los brazos para arrullarla mejor o planea asarla al horno? ¿Es una ninfa acuática o una sirena que ha cambiado los arroyos y los cursos de agua navegable por las piscinas privadas de la Moraleja? ¿Existe?

El cloro forma parte de su encanto. Sin duda los ojos se encienden con bombillas de sangre mientras las gotas de agua chorrean por la piel, suicidándose una a una. Al salir del agua, la ninfa se exprime el pelo como si escurriera un rayo de sol perdido en su melena y luego lo pusiera a secar en el tendedero abismal de la espalda. Siempre que cierra los ojos y se tumba para broncearse, tiene trece años, la edad de las lolitas, de las niñas perversas que hacen como que no saben lo letales que son y que chupan piruletas como si fuesen piruletas.

No obstante, la niñez incandescente ha dejado en su belleza un fulgor banal, insustancial, como un asado crujiente pero demasiado crudo por dentro, un cuento sin moraleja, una fábula alegre y tontorrona: Caperucita sin lobo, pastorcilla sin rebaño, sirena con piernas, rubia con filtro. El oro de los cabellos no acaba de decidir en qué banco invertir sus acciones, y el pasado no acaba de asentarse en ese rostro donde lo más firme no son ni el color de las pupilas ni el mohín de los labios ni la naricilla pizpireta sino un par de mofletes infinitamente pellizcables. Mejillas de porcelana con el rubor de la vergüenza incorporada en el catálogo universal de las muñecas hinchables. No hay nada de plástico en ella y, sin embargo, parece enlatada y envasada al vacío. El modelo del que nunca hay existencias, el que todo el mundo solicita en sueños.

Porque, ciertamente, la inexistencia es su categoría ontológica. Hasta Garcilaso sabe que jamás hubo pastorcillas, que las sirenas jamás salen del mar y que las lolitas en sazón acaban en dolores y lolailos. Pero ella se empeña en enseñar los muslos sin escamas, en prolongar la infancia más allá del trampolín, en caminar sobre las aguas. Se empeña en hacer durar lo que no puede durar más allá del revolcón de una noche, la luz en la ventana, el desengaño del chorro de la ducha llevándose por el desagüe las alas de las mariposas, el polvo de las hadas.

No se sabe cómo el tiempo acabará por labrar este rostro tan dulce y tan tibio donde todo está aún por escribirse: los amores terribles, los pecados amargos, las desilusiones. Tal vez los recuerdos no puedan cincelarse sobre la porcelana ni dejar marca en las muñecas, por hermosas que sean. Tal vez las sirenas se lavan demasiado y el agua termina por arrastrarlo todo.

El caso es que esta belleza parece tejida con la luz misteriosa de las películas, hecha con el miedo a despertar, a lavarse la cara por las mañanas y descubrir que los sueños son sueños. Al fin y al cabo, las sirenas nunca salen del mar y las lolitas siempre tienen trece años: la misma edad en que mueren. Cuando las niñas perversas exilian a sus ovejas de peluche bajo la cama y dejan de creer en las hadas.

Elsa Pataky
 
 

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